Esta columna se enmarca en el primer concurso fotográfico de la Facultad de Medicina UC, “El Buen Samaritano: un corazón que ve”, en el que podrán participar estudiantes de carreras de la salud de cualquier universidad nacional o extranjera.
Para que se produzca el fenómeno que llamamos “ver”, la luz debe impactar en nuestra retina. Tras una serie de cambios electroquímicos, se producen señales que viajan a través del nervio óptico y terminan en la corteza cerebral visual. Posteriormente esa información es decodificada en nuestro cerebro y llegamos a comprender aquello que estamos viendo.
Sin embargo, cuando hablamos de “ver” la vulnerabilidad, no parece que la descripción anterior se ajuste realmente a lo que se quiere expresar. De hecho, una de las dificultades para abordar la vulnerabilidad es que tiende a ser “invisible”. Algo que existe, puede ser invisible porque se oculta a la mirada o porque quién podría mirar no sabe hacerlo, no puede hacerlo o no quiere hacerlo. ¿Ocultamos la vulnerabilidad? ¡Claro que sí! No revelamos nuestra fragilidad ante miradas extrañas, un cierto pudor, que protege nuestra interioridad, nos lo impide. Y es que nadie revelaría puntos débiles ante un posible agresor y, en lo que se refiere a la fragilidad, todos somos posibles agresores. Si queremos ver la vulnerabilidad oculta, se requiere dejar de lado toda forma de amenaza hacia el otro y transformarse en alguien que cuida. Quizás entonces, podamos ver, pero es evidente, que ya no estamos hablando de señales electroquímicas que impactan en nuestro cerebro.
A veces, la vulnerabilidad es tan extrema que no tenemos murallas para evitar que otros la vean. Es el caso de la historia del hombre herido y abandonado en el camino (Lc 10,30). El relato es claro en que los dos primeros viajeros, al verlo, deciden desviarse. El samaritano, en cambio, lo ve y se compadece. Los que se desvían, no tienen un problema biológico en sus ojos, y probablemente tampoco en su corteza cerebral que es capaz de integrar la información del mundo exterior. Parece ser que la mirada que se desvía y la mirada que es capaz de lidiar con la vulnerabilidad tienen su origen en otro lado. La clave se encuentra, probablemente, en la frase: “viéndolo, se compadeció de él”. El ver y compadecerse son como temas musicales contrastantes, pero con tonalidades vecinas, al modo de una sonata. Y es que esa mirada no proviene de los ojos, ni de la corteza cerebral, sino que provino de un corazón que es, propiamente, capaz de ver y cuya respuesta es la compasión. Miremos el mundo desde el corazón y veremos cosas que no veíamos previamente. Esa es la invitación de este concurso.
Centro de Bioética
Profesor Asistente