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Opinión

Bioética y nueva constitución: derechos de la naturaleza

19 de abril de 2022

Uno de los temas centrales del debate constitucional en Chile ha sido, sin duda alguna, la cuestión de los derechos de la naturaleza. El debate refleja una preocupación más que actual, tanto en Chile como a nivel internacional: piénsese, por ejemplo, en el cambio climático antropogénico (es decir, provocado por el ser humano), en la pérdida de biodiversidad, en la contaminación creciente y la transformación de áreas salvajes y prístinas. En este sentido, la necesidad de definir líneas políticas más sustentables y acorde con la preservación de un sistema altamente vulnerable a la intervención humana como el natural, es más que evidente. Cabe preguntarse, sin embargo, si el mejor camino para ello sea otorgar derechos a la naturaleza, o si hay otras vías teóricamente más consistentes y sencillas.

Tradicionalmente, para garantizar que el ser humano no pudiese usar los “recursos naturales” de forma irrespetuosa, descabellada o irresponsable, en la ética ambiental se ha planteado el tema del valor intrínseco de la naturaleza misma. Con ello, se quería afirmar el valor de la naturaleza independientemente de su “usabilidad” o “funcionalidad” para los seres humanos. En resumen, se quería afirmar que la naturaleza –a saber, los distintos seres vivos no humanos– no tenía solo un valor instrumental. Es decir, la naturaleza representaba un bien en sí, independiente de los fines humanos. Muchos filósofos contemporáneos han recorrido con éxito esta vía. 

Últimamente –y los constituyentes chilenos han usado esta estrategia muy a menudo– se ha planteado la necesidad de reconocer derechos a la naturaleza. Dicha posibilidad –que parece ser muy atractiva y novedosa– en realidad presenta distintos problemas teóricos. Entre ellos, quizás el más evidente es justamente el otorgamiento de un derecho a “alguien” (habría que ver si es efectivamente un “alguien”) que no puede reconocer este derecho y, por ende, no puede tener deberes. Sabemos, de hecho, que cualquier derecho implica siempre un deber por parte de alguien más (que tiene que hacer que ese derecho sea respetado). Por otro lado, implica también el hecho de que el “alguien” al que se le reconoce el derecho pueda cumplir algunos deberes (o tenga la potencialidad de hacerlo). En este sentido, podemos decir que los derechos son relacionales, es decir, se dan y realizan siempre en un contexto de relaciones. Cabe, entonces, preguntarse: una vez que otorguemos el derecho a la vida a un ser vivo –un león, por ejemplo– ¿estará él dispuesto a cumplir otros deberes –por ejemplo, el deber fundamental de respetar mi derecho a la vida? O también, ¿estamos nosotros dispuestos a reconocer el derecho a la vida de todas las formas de vida –inclusive, por ejemplo, la vida de un aedes aegypti, mosquito del dengue y de la fiebre amarilla? Esta aporía es solo la más evidente y sencilla. 

Para no quedar entrampados en aporías –o callejones sin salida– como la destacada, quizás sea oportuno tomar otros caminos, más recurribles y a nuestro alcance. Uno de ellos es reconocer que la naturaleza tiene un valor que obliga al ser humano –que son los únicos seres que consciente y voluntariamente pueden tomar decisiones– a ser un custodio responsable de ella. El ser humano, en este sentido, no debe pensar en la naturaleza como una cornucopia, es decir, como un gran almacén del que se pueden sacar bienes y recursos sin límites. El ser humano, al revés, es aquel ser que es consciente de la finitud de nuestro planeta, de la potencia e irreversibilidad de sus intervenciones tecnológicas y de la complejidad de su impacto en los ecosistemas. Dicho brevemente, el ser humano es quien tiene un deber hacia una realidad que tiene un valor manifiesto, como la naturaleza. A partir de ello se pueden desarrollar políticas responsables y de largo plazo. Y, sobre todo, respetuosas de las “naturalezas”, tanto de la de los seres no humanos como la del mismo ser humano.

 

Esta columna fue publicada en El Mostrador.

 

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