Desde que han mejorado las condiciones sanitarias producto de la pandemia, hemos observado con preocupación la tendencia a la normalización de prácticas violentas en nuestra sociedad.
La violencia como fenómeno social es un problema de Salud Pública, porque sus consecuencias afectan las trayectorias de desarrollo y de la salud de las personas, generando muertes, discapacidad, aumento de enfermedades crónicas no transmisibles, trastornos mentales y deterioro de la percepción de bienestar.
La inseguridad que genera la violencia, en particular aquella sostenida en el tiempo, es un factor que afecta el neurodesarrollo de manera transgeneracional y perpetúa las desigualdades sociales en salud. Pese a ser un fenómeno transversal, los más afectados serán siempre aquellos grupos en mayor desventaja social.
Reducir esta situación desde la Salud Pública, implica tomar consciencia de lo que comprenden los actos violentos, y por lo tanto trabajar por la paz, abogar por la paz, investigar por la paz. La evidencia es contundente: la violencia lleva a más violencia, fragmenta los grupos y comunidades.
La preservación de nuestra especie y su evolución tiene que ver con el fortalecimiento de ambientes seguros, de cuidado, de respeto. La reducción de la violencia implica generar capacidades y motivación para el cambio, pero también la comprensión de nuestras debilidades y fortalezas, nuestros problemas y potenciales soluciones. Bajo el paradigma de la no violencia, entendemos que el conflicto emerge como resultado natural de nuestra diversidad, y es a su vez una oportunidad para el mutuo aprendizaje, reconciliación y construcción de colectivo. Un modelo sustentado en este enfoque es Transcend, desarrollado por Johan Galtung (fundador de los estudios por la paz), y que busca desarrollar confianzas y apunta hacia la evolución humana.
Requerimos tomar con seriedad el camino de la no violencia: es nuestro derecho vivir en paz.
Esta columna fue publicada en La Tercera.
Profesora Titular
Facultad de Medicina UC
Centro de Bioética