Recientemente, el Pleno de la Convención Constitucional aprobó una iniciativa que consagra los derechos sexuales y reproductivos y “el deber del Estado de asegurar las condiciones para un embarazo o la interrupción voluntaria de éste para todas las mujeres y niñas del país”. Este artículo elevaría el aborto libre a rango constitucional, y posiblemente sea celebrado como gran avance para la agenda feminista y la igualdad de las mujeres. Sin embargo, paradójicamente, más que triunfo es un gran fracaso para las mujeres que luchamos por una sociedad igualitaria, donde nuestros derechos no sean de segunda categoría.
Primero, quienes promovían el aborto decían que el embrión no era un ser humano, pero pronto la biología evidenció que desde la fecundación existe un nuevo organismo de la especie humana, un nuevo ser humano. Entonces, se arguyó que era humano pero no “persona”, y por tanto sin dignidad ni merecedor de respeto. Naturalmente, como dice el bioeticista Peter Singer, la única diferencia entre un feto de término y un recién nacido es el lugar en que se encuentra, y la locación no puede dar la dignidad. Por ello, se identificaron ciertas cualidades humanas, como la racionalidad, cuyo ejercicio actual nos convertiría en sujetos de derechos. Habría entonces humanos con y humanos sin derechos. Pero como esto es difícil de aceptar, actualmente se repite que quién sea o no persona es un asunto de creencias o religión.
El argumento que ahora se enarbola, y que convoca a multitudes con pañuelos verdes, son los derechos de las mujeres. Este argumento es correcto. En nuestra civilización la mujer ha sido siempre ciudadana de segunda clase y ya basta de inequidad. En el embarazo la mujer es la que gesta, alterando su cuerpo y su psique por meses. Ella es quien pausa su vida, renuncia a proyectos, pierde autonomía y crece en vulnerabilidad. No pocas veces tras el nacimiento, y por los largos años de crianza, ella es también quien se hace cargo de ese hijo hasta que, ya adulto, él sea un aporte y beneficio para la sociedad. Todos estos son hechos indesmentibles: aunque se necesitan dos personas con igual responsabilidad para engendrar, solo una paga los costos de la gestación, y muchas veces también la crianza. Después, el hijo adulto beneficia a la sociedad entera. Esto es, sin duda, una tremenda injusticia.
Por otro lado, el aborto no es fácil. Legal o ilegal, suele ser traumático, emocionalmente difícil para la madre, muchas veces con secuelas psicológicas que se presentan después en el tiempo. Entonces, lo que ahora se propone es que dos personas con igual responsabilidad engendren, y solo una se exponga a la decisión y trauma del aborto. Incluso, si decidiera no hacerlo, el padre podría decir: “entonces el problema es tuyo”.
¿Mejora esto la situación de la mujer? No solo no la mejora, sino que aumenta y perpetúa la inequidad. El aborto es el peor “autogol” para la agenda feminista porque, en primer lugar, oculta el problema de la inequidad con las mujeres, ofreciendo una solución engañosa que mantiene todos los costos sobre ella (basta imaginar al novio o al jefe insinuando: “tienes la posibilidad de abortar, si no quieres, allá tú, pero asume las consecuencias”). Y, en segundo lugar, porque al ocultar el problema dificulta que se tomen medidas efectivas para avanzar hacia una mayor equidad en la distribución de cargas y beneficios sociales.
¿Soluciones? Para encontrarlas están las leyes, de las que la Constitución solo es el marco. Pero si toda la sociedad – hombres y mujeres – nos beneficiamos con la existencia de cada persona; y si para engendrarla se requiere también de un hombre y una mujer; la mayor inequidad social es que solo las mujeres “paguemos el costo” – vía embarazo/crianza o vía aborto con sus respectivas cargas y consecuencias.
Profesora Titular
Instituto de Filosofía UC
Centro de Bioética UC